La historia de James Watson parece sacada de un drama shakesperiano: el hombre que ayudó a descifrar el código más fundamental de la vida, la estructura de doble hélice del ADN, terminó sus días repudiado por la comunidad científica que alguna vez lo celebró. Este prodigio que ganó el Nobel de Medicina en 1962 a los 34 años por uno de los descubrimientos más importantes del siglo XX, pasó de ser un icono de la ciencia moderna a un ejemplo de cómo las ideas pseudocientíficas pueden destruir un legado.
Su caída comenzó en 2007 cuando, en una entrevista al Times de Londres, afirmó ser “pesimista sobre el futuro de África” porque “las pruebas indican” que los negros son menos inteligentes que los blancos. El escándalo fue inmediato: conferencias canceladas, suspensiones laborales y un repudio unánime de la comunidad científica. Aunque se disculpó públicamente, en 2019 volvió a insistir en un documental que su visión sobre raza e inteligencia no había cambiado, lo que provocó que el laboratorio Cold Spring Harbor, donde trabajó durante décadas, le retirara todos sus títulos honoríficos y cortara toda relación con él.
Watson murió a los 97 años como una figura trágica: celebrado por revolucionar nuestra comprensión de la vida, pero condenado al ostracismo por defender ideas racistas sin sustento científico. Su vida plantea preguntas incómodas sobre cómo separar el genio científico de las creencias personales, y sobre los límites éticos que deben guiar incluso a las mentes más brillantes.

